Historia gastronómica y #Receta | Turrón de almendra y miel
En un pilón de madera mi abuelo estaba partiendo con un martillo las almendras que él denominaba “corfuts” que no eran más que aquellas que su piel se había quedado pegada a la cascara y que eran imposibles de descascarillar en el proceso que todos los años se hacía a mano para su posterior venta. Con los dedos sujetaba la almendra y con la mano derecha descargaba el martillo sobre ella dejando al descubierto el fruto de la almendra. Tenía que llevar mucho cuidado de que no le pillase los dedos al golpear, pues era dolorosísimo. El tac, tac, tac era constante. Una vez rotas todas las cascaras, las separó de la almendra y las depositó en una bandeja metálica para tostarlas al horno de leña que ya tenía atemperado, pues había asado ya unas calabazas y unos boniatos, manjares que nos encantaban a todos y que eran el postre ideal después de una buena comida.
Las señoras de la casa, mis tías y mi abuela, estaban preparadas para la guerra. La Navidad se acercaba y se habían puesto de acuerdo para hacer turrón del blandito, como ellas decían, y que a mí me encantaba hasta el punto de que debían esconderlo para que no diera buena cuenta de él.
Ya tostadas las almendras empezaron a molerlas con un molinillo especial que tenían. Era de hierro colado con una abrazadera que se enroscaba a la mesa girando una palomilla. Por su parte superior se metían las almendras y con un cuadrado de madera se empujaban para que un rodillo las triturase no muy finas, fuese saliendo y depositándose en un cucurucho de papel hecho ex proceso. Bien, con 250 gr. de almendra tostada y molida sin pelar; 250 gr. de miel de la mejor calidad; una clara de huevo y la ralladura de la cascara de un limón, haríamos el milagro.
Empezaron poniendo la miel en una cazuela plana al fuego no muy fuerte para que se fuera licuando totalmente y añadimos la ralladura de limón sin dejar de remover y cocemos sobre unos tres minutos. Montaron con una varilla la clara de huevo al punto de nieve y sacamos la cazuela del fuego, esperamos un minuto sin dejar de remover y le fueron incorporando la clara montada poco a poco para que se integrare totalmente y no hubiera grumos. Pusieron otra vez al fuego y sin dejar de remover fueron echando poco a poco la almendra molida y tostada, muy despacio. Echar, remover, echar y remover hasta obtener una pasta que se despegase de las paredes de la cazuela.
Habían preparado unas cajitas de cartón como de zapatos muy pequeños que habían reforzado a su alrededor con esparto. Las forraron con papel de hornear y repartieron en su interior el turrón que alisaron y taparon con el resto de papel que sobresalía. Pusieron otra cajita encima – que acoplaba perfectamente- con un paquete de arroz para que hiciera peso.
Guardarían en un lugar fresco durante un día en el que retirarían el peso, taparían y envolverían las cajitas atándolas con espartos que parecían cajas de regalos hechas en las mejores tiendas de Valencia.
Satisfechas, se emplazaron para otro día en que harían el turrón duro, porque al de hoy le llamaban blando y era el más apreciado, tal vez por su facilidad en masticarlo.