Historia gastronómica y #receta | Arroz caldoso con conejo y caracoles

Las habas secas las tenían guardadas en una bolsa de tela colgada del techo. En su interior habían puesto unas cabezas de ajos entera. Así evitaban que entrara carcoma y se echaran a perder. Mi tía Pepa estaba matando un conejo del corral y, por lo que vi, tenía ya una cazuela con caracoles hervidos. Presagio de que algún guisado iba a cocinar.
Mi abuelo estaba entretenido con un bote; lo tenía sobre un pequeño fuego que había hecho en el corral. Con unas tenazas le daba movimientos circulares, una y otra vez. Olía a pestes y, como es lógico, mi curiosidad me llevó a preguntarle qué es lo estaba haciendo: estaba derritiendo sebo para hacer grasa. No paraba de mover el bote hasta que vio que se había transformado en un líquido que filtró con un trozo de tela y que, al enfriarse, quedó como una mantequilla suave. Con ella engrasaría las ruedas del carro y también le serviría para lubricar la piel de los arneses. Estaba en pleno trabajo de poda. En el carro tenía algunas haces de sarmientos que había traído para guardarlas. Una vez secas servirían para hacer las paellas e incluso para asar carne ya que le daban un sabor muy especial que todos sabíamos apreciar.
Mientras, el conejo ya estaba troceado, bien limpio y le habían puesto un buen pellizco de sal. Comeríamos arroz con conejo y caracoles y me dispuse a seguirle los pasos para su elaboración. Mi tía prendió unos pocos sarmientos y colocó unos trozos de cepas secas. Sobre un hierro de tres patas que dispuso encima de las llamas colocó una olla de hierro negra como el carbón pero limpia como una patena. Limpia, porque de vez en cuando hacían una buena fogata y metían la olla dentro para que se quemara cualquier resto que pudiera ir acumulando por su uso. Después la limpiaban con un polvo blanco que al que llamaban terreta y agua y parecía recién comprada.
Puso aceite de oliva hasta cubrir el fondo de la olla. Sofrió unos ajos chafados con su piel para aromatizarlo y los retiró. Echó los trozos de conejo y con una paleta fue removiendo hasta dorarlos. Ralló media cebolla y la incorporó, como el tomate, unos trocitos de pimentón rojo y verde que había secado en el verano y que ahora había hidratado. Cubrió con agua y cuando empezó a hervir incorporó los caracoles y las habas secas que había tenido unas horas en remojo. Sobre la olla puso unas hebras de azafrán envuelto en papel de periódico para que se tostara y después lo depositó justo debajo del asa de la tapa para que no se cayera al fuego. El azafrán nunca ha sido barato.
En media hora a fuego medio, lo probó de sal e incorporó dos patatas que había pelado y rotas con la ayuda de un cuchillo para que soltasen más fécula y espesase el caldo. La papelina con el azafrán la apretó con los dedos para convertirla en polvo y al agregarla al guiso el olor cambió de inmediato. Añadió un poco de agua y cuando empezó a hervir puso el arroz. En veinte minutos sirvió un plato que sabía a gloria.

 

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