Historia gastronómica y #receta | Gazpacho de mero
El día estaba soleado pero el viento lo hacía frío. Mi abuelo se había resistido encender la estufa de leña en la última estancia de la casa, allí donde pasábamos casi todo día. Desde la cocina se accedía a ese espacio intermedio que daba acceso a la cuadra con su pajar encima. Unas grandes puertas de madera vieja, de color gris, remendadas con trozos de madera de otro color, y daban al espacioso corral de la casa a través de un gran postigo por donde nos entraba la luz.
Alrededor de la estufa, sentados cada uno a lo suyo. Estaba mirando como mi abuelo cortaba en trozos un cardo corredor (panical). Al tronco ya seco, le había limpiado las hojas pinchosas. Y veía como, a esos canutillos, con un palito de madera los atravesaba por dentro para poder luego, pasarles un hilo de yute. Yo no paraba de preguntarle lo que estaba haciendo. Mi abuelo, con más paciencia que el santo Job, sorteaba mis preguntas como podía, para no tener que entretenerse y terminar lo que estaba haciendo. Una vez hecho el collar con su cilindro de cardo, me empezó a explicar: “este cardo es una planta que tiene muchas virtudes, es muy buena contra las picaduras y mordeduras venenosas. Un lagarto, nunca se peleará con un animal venenoso si no tiene cerca una planta de estas. Porque una serpiente, un alacrán o una araña si le picara, iría corriendo a restregarse en una mata de cardo, porque sus pinchos le aliviarían e incluso le sacarían el veneno de su cuerpo. Si alguna vez te pica una avispa o un abeja, con una hoja, deberás pincharte alrededor para que te salga el veneno y machacando la raíz te haces un parche y te lo pones encima de la herida. Enseguida se te irá el dolor y la hinchazón”. -Abuelo, ¿y tú para que lo quieres? –“Pues, mira, así colgado del cuello, como un collar, el contacto del canutillo con la piel, impide que me escalde, que se me irrite la piel aunque sude mucho. Y en la cuadra, hay varias matas colgando, porque desde siempre se ha dicho que teniéndolas así, no hay pulgas”.
Mi tía se reía al ver con que carita de atención escuchaba los relatos de mi abuelo. Se levantó y dijo –“hora de hacer la comida”. Y allá que nos fuimos. Tenía en una olla hirviendo un caldo con morralla, una cebolla, perejil, una patata, una buena cucharada de pimentón de hojilla y un poco de sal.
Cogió una sartén honda y la puso sobre los hierros al fuego. Cubrió el fondo con aceite de oliva. Echó una cebolla bien grande troceada y tres dientes de ajos picados en el mortero. Cuando la cebolla estuvo dorada, incorporó medio bote de tomate frito. No sé el porqué, pero habían encontrado mero a muy buen precio en la pescadería. Una cucharada de pimentón de hojilla, una bolsa de torta gazpachera, unas hebras de azafrán tostado, una ramita de tomillo, y otra de pebrella. Coló el caldo y añadió un litro y medio al guiso. Esperó que chupara la torta y entonces sí pudo remover sin miedo a romperla. Avivó el fuego con sarmientos hasta que empezó a hervir. En diez minutos la torta estaba hecha, probó de sal, y fue cuando incorporó los trozos de mero cortados casi como dados. Removió muy suavemente y retiró del fuego, dejando tapada la sartén unos minutos para que nos quedara meloso.
Todo un homenaje con este gazpacho marinero de mero.
Con este plato no comíamos pan, pero sí que sacó mi abuela a la mesa un plato de hinojo marino en salmuera que había hecho, y que era un complemento perfectamente al plato cocinado.