Historia gastronómica y #receta | Dulce de tomate

La casita de campo, la felicidad plena, todo cambiaba, todo era diferente, el quehacer diario; entre ellos el de molestar lo menos posible porque todos andaban atareados en sus cosas. Por ello, debíamos ocuparnos de algo más que en molestar, así que me encontraba intentando coger mariposas que se posaban en las flores del pequeño jardín; también de vez en cuando, alguna libélula que, tonto de mí, creyendo que si le metía un pequeño bastón de hinojo por el culo, iría a la Vall de Laguart y regresaría con un par de cerezas colgando. Cosas de niños.

Mientras permanecía inmóvil como buen cazador, alguien más se hizo presente y noté un dolor increíble. Una abeja al sentirse molestada, me había clavado su aguijón. Salí corriendo, chillando, alarmando a todo el mundo. Mi abuela, al darse cuenta de que solo se trataba de una picadura, esbozó una media sonrisa, tal vez de alivio porque no fuese algo peor. Echó saliva en el suelo e hizo una pasta con la tierra. Ese fango me lo puso sobre la picadura, no sin antes sacarme el dicho pincho que me había dejado dentro. Mano de santo.

Mi abuelo, estaba subido en el tejado y no paraba de preguntar qué es lo que había pasado. Dadas las explicaciones fui yo quien preguntó qué hacía allá arriba. La cuestión era de que entre las tejas y los cañizos que formaban el techo, algunos ratones hacían su particular agosto y no nos dejaban dormir por las noches con sus correrías. Ahora mi abuelo repartía, por debajo de algunas tejas, veneno para así intentar acabar con la plaga. Aprovechaba para recolocarlas y tapar así algunos agujeros por los que también nos molestaba la luz que entraba.

Pasado el susto y el brazo algo hinchado vi como mi tía estaba pelando tomates. Por alguna extraña circunstancia, la luna tal vez, habían madurado muchos tomates al mismo tiempo y había que hacer algo con ellos. Una vez pelados, los cortó a trozos pequeños procurando sacarle el máximo zumo posible y las semillas. Los puso a cocer en una cazuela ancha y baja en la que había puesto medio kilo de azúcar blanco por cada kilo de tomates, y el zumo de un limón. Removía y removía a fuego muy lento para que no se quemase. Una vez estuvo hecha, casi una hora, la dejó enfriar. Mañana volvería a calentarla para sacarle más líquido porque a ella le gustaba como si de membrillo se tratase, en pastillas, duras y oscuras. Después la guardaría en cajitas envueltas en papel sulfurado.

Al parecer hoy comeríamos ligero porque no veía a nadie haciendo nada al respecto. Mi abuelo, que ya había bajado del tejado se limpiaba las manos con la pastilla de jabón hecho con aceite y sosa, mientras me decía que nunca se me ocurriera abrir el bote que contenía el veneno. Como me vio un poco desorientado, me dijo que cogiera el capazo y fuese recogiendo las algarrobas que ya empezaban a caer del árbol. Ese único algarrobo sería mi calvario, pues ya me lo habían adjudicado para mantenerlo limpio. Debajo de él, era la cochera del carro.

La tranquilidad en la cocina tenía su motivo. Unas cocas de maíz (mintxos) harían las delicias del paladar. Tenía la pasta hecha y el condumio con que las rellenaríamos. El huevo duro, las anchoas, un guisadito de huevo con tomate… Así que a la una en punto del medio día, sentados a la mesa y a disfrutar.

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