Historia gastronómica y #receta | «Coques de mestall»

Historia

Estábamos de vacaciones de Pascua y la verdad que nunca fui muy madrugador. Toda la noche había estado pensando en una imagen que me impactó. La noche anterior, Viernes Santo, tomé conciencia – la que un niño de siete años puede tomar- de la imagen de Jesús crucificado y sobre todo, la de la Piedad. Ese rostro me llegó muy adentro. La procesión del Santo entierro, su solemnidad, su silencio, la devoción de la gente, esas mujeres descalzas de luto riguroso, los cirios… Mi padre estaba procesionando y yo con mi madre contemplábamos los pasos desde el portal de nuestra casa.

Mis preguntas no cesaban y ella solo quería que respetase el silencio del momento. ¿Por qué le habían matado? ¿Qué había hecho? ¿Si era el Hijo de Dios por qué Dios lo había permitido?… Aunque ya estudiaba el Catecismo quería oírlo de boca de mi madre. El Santo Sepulcro -me dijo- lo portaban los jóvenes del pueblo que estaban de permiso del servicio militar. Escoltándolo, la Guardia Civil vestida con su traje de gala, todos muy erguidos con la mirada al frente. La banda de música tocaba una marcha muy triste.

Ese día en casa se hacía el ayuno y la abstinencia, cosa que yo desconocía y me zampé un buen trozo de pan con manteca colorada a media tarde. Pero eso sí, al llegar mis padres de la Iglesia nos comimos el plato tradicional de ese día: una buena ración de habas cocinadas sólo con ajo y pimentón. Mi madre las preparaba removiéndolas a golpes secos de cazuela pasándolas de arriba abajo para que se cocinaran por igual. A eso le llamábamos “sacsar”.

Pero hoy ya era sábado. Y mi cabeza estaba en el capacito de palma, que mi abuela me había hecho y que mi madre había forrado de tela por dentro. Ya tenía preparada la cantimplora de agua, la servilleta, el cuchillo y el tenedor de plástico, así como la mona con su huevo. Mañana, domingo, después de la procesión del Encuentro, iríamos a comer y merendar con mis padres y tenía que estar todo preparado. Por si fuera poco, mi madre me había comprado unas zapatillas, un pantalón vaquero, la gorra y una camisa para que fuese vestido de “pascuero”.

Pero faltaba lo más importante para mí. Esperaba a mi padre ansioso para que me acompañara al quiosco del “Esquerrer”, en la plaza, donde me compraría las “piuletas”, “tronadors” y los cohetes voladores. No entendería nadie la Pascua valenciana sin esos artefactos pirotécnicos. Y menos un niño como yo.

Elaboración

Mi madre había hecho cocas para comer. Había cogido 500 gramos de harina y 40 de levadura de la panadería. Lo había amasado todo con agua tibia y le había añadido también una patata hervida. No se olvidó de un poquito de sal. Lo amasó y dejó que levantara la masa al menos tres veces, volviéndola a pastar cada vez y dejándola reposar dentro de una gaveta tapada con un paño y colocada junto a la chimenea. De esta manera, la masa había casi triplicado su volumen al cabo de dos horas. Después, fue cogiendo porciones y aplanándolas, dándole forma redondeada con las manos untadas de aceite. Además las condimentó: algunas con sardina de casco y pimiento rojo, otras con longaniza blanca, roja o panceta… Una vez listas y al horno, precalentado a 200 grados durante treinta minutos. «Coca de Mestall» las llaman.

Foto: Anita Dolce

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